martes, 28 de diciembre de 2010

Lo que falla en nuestro país, a la hora de luchar contra la pobreza, es la educación

Si la pobreza fuera buena, si fuera una fuente de sabiduría y bondad deberíamos bregar para que todos seamos pobres. Porque no lo es, porque su condición es una afrenta a la condición humana, es que todos los hombres de buena voluntad luchan para superarla.

Recuerdo una película de Buñuel, “Los olvidados”, donde se pone de manifiesto el carácter salvaje de las relaciones que mantienen los pobres entre ellos.
El director español inicia la película con una advertencia. “Muestro lo que es, corresponde a los políticos modificarlo”. El universo de los pobres, para Buñuel, está muy lejos de ser un paraíso de generosidad y altruismo. Por el contrario, las variantes más furiosas del individualismo, del “sálvese quien pueda” encuentran un ancho cauce para expresarse.

Si esto es así, debemos admitir que la pobreza es mala no sólo porque provoca hambre, desnutrición, sino porque despoja a los hombres de su condición humana o les impide acceder a una condición humana más digna. Diría algo más atrevido: en la Argentina el hambre es un problema, un problema que está más o menos controlado; lo que falla en nuestro país, a la hora de luchar contra la pobreza, es la educación. Es mucho más fácil darle de comer a una persona que alimentar su inteligencia con ideas. Las necesidades del estómago tienen solución, las que no tienen solución inmediata son las necesidades del cerebro. Un plato de comida puede darlo cualquiera, un plato de educación requiere de otros esfuerzos, otros talentos.

El drama argentino es que el populismo -en cualquiera de sus variantes- sigue creyendo lo contrario. Supone que en la pobreza existe una sabiduría trascendental que debe ser defendida contra los ataques de la ilustración. Los viejos socialistas a estas cuestiones las tenían muy claras. Kautsky o Lenín sabían muy bien que las ideas liberadoras a las clases oprimidas les llegaban “desde afuera”, porque su condición de explotados incluía el despojamiento de la cultura.

Estos paradigmas luego se complejizaron, pero en lo fundamental se sostienen. Si alguna impugnación recibió fue por parte del populismo en sus versiones laicas y religiosas. Para ellos, la pobreza es una virtud evangélica o popular. Los pobres son capaces de producir virtudes alternativas a los vicios de las minorías opresoras. A esas virtudes -que nacen “espontáneamente”-, la tarea de los intelectuales populistas es animarlas y transformarlas en el sentido común de toda la sociedad.


Rogelio Alanis de El Litoral

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